Matías se sentó frente a la mesa de Aurora, nervioso por la concurrencia del despacho. Al otro lado, la directora lo miraba con gesto adusto, y a su lado, de pie, Paco y Damián hacían las veces de graves ujieres de lo que ya tomaba alarmantemente los tintes de un juicio improvisado. Intentó secarse el sudor sin que se notara demasiado su desasosiego.
–Matías, hemos decidido expulsarte del programa.
Sus peores temores se habían confirmado. De un solo latido, la sangre
pareció reunírsele de golpe en los pies y abandonar su cabeza
a un vértigo profundo.
–Pero... pero... ¿Por qué? –acertó por fin
a balbucear.
–No hace falta que sigas fingiendo, Matías. Sabemos que nunca
has sido toxicómano.
–No es cierto... yo...
La mirada de Aurora no dejaba lugar a dudas: no tenía sentido seguir
manteniendo el papel. Paco parecía enormemente decepcionado, y su mirada,
antes firme y astuta, ahora perdida y diluida en los dibujos del suelo, parecía
haberle hecho ganar una atroz carga de años y cansancio.
–¿Por qué lo hiciste, Mati? –inquirió Damián,
al que se le escapó un ligero temblor de ternura en la voz.
Con un fruncimiento del labio inferior, Matías decidió destapar
sus cartas. Aquel atolladero no tenía salida de emergencia. Los miró
con parsimonia, con la resignación de la res que, acosada, abandona
el picadero en busca de la muerte cierta en la plaza.
–Yo era un hombre desahuciado y desesperado. Solamente me quedaba derrumbarme
y caer en la vía de escape del alcohol, la heroína, las pastillas,
o vete tú a saber qué. Y luego, si no me hubiera quedado por
el camino, a lo mejor habría acabado viniendo aquí convertido
en un despojo humano. ¿Qué tiene de malo que me haya saltado
el paso intermedio? ¿No es mejor así?
Los tres intercambiaron miradas de soslayo. Aquellas palabras tenían
un peso innegable y apremiante.
–Lo siento, Matías. Tienes que marcharte –dijo por fin
Aurora con expresión severa y hermética. Comprende que te has
estado aprovechando de una plaza que le estaba destinada a alguien más
desfavorecido que tú.
Al hombre se le encendió el pulso de rabia e impotencia, y se puso
de pie, decidido a quemar su último cartucho:
–Es decir, que como todavía no he atravesado del todo el umbral
de la marginación, mi vida no vale nada. Demasiado miserable para ser
un ciudadano integrado, pero demasiado afortunado para pertenecer a una minoría
desfavorecida, ¿es eso?
El eco de su frase palpitó unos segundos en la espesa atmósfera
que había brotado en el despacho, resbalando lentamente por los tabiques
y por las mentes de las tres figuras que lo contemplaban en silencio.
–Tienes que marcharte –sentenció Aurora, recalcando las
palabras.
Matías la miró con ojos incrédulos, agitando un “no”
muy suave con la cabeza, con los ojos abatidos del descalificado por nandrolona
que estuvo tan cerca de la meta. Miró alternativamente a Paco y a Damián
y, de pronto, como si reprimiera algo más que pensaba decir, su mirada
se apagó, y salió en silencio de la habitación, agachando
la cabeza, marchando con paso cansino hacia la luz del sol que impregnaba
de un matiz irreal las texturas de la calle.
Paco sabía que lo mandaban de nuevo al arroyo. Quizás a la vida,
quizás en no mucho tiempo a visitar a alguno de los camellos de los
que había oído hablar a sus compañeros. Esperaba que
al menos la experiencia que se le había filtrado a través de
ellos le evitara caer en semejante dinámica. Quizás volvería
a llamar a aquella puerta un día, como él mismo acababa de decir.
De pronto, a Paco le asaltó un pensamiento:
–¿Qué pasará con los muchachos? Matías era
su ejemplo, representaba para ellos un poderoso estímulo. Preguntarán
por él. No podemos decirles que en realidad era un impostor.
–Ya te inventarás algo –respondió Aurora, dando
una vuelta a los papeles de su mesa y ocupando su cabeza en tareas más
productivas.