Mientras cepillaba tablones y barnizaba sillas, Matías se preguntaba cómo era posible que, por una vez en la vida, la suerte le hubiera sonreído. Y de qué manera. Cuando entró por la puerta de la “recepción de yonkis”, le temblaban las piernas. Era consciente del lío en el que se estaba metiendo. Pero se jugó el todo por el todo.


Cuando se sentó delante de Aurora, la directora del centro, se sentía como flotando, incapaz de fijar la vista, desbordando ansiedad pero al mismo tiempo sumido en una especie de aturdimiento pegajoso, como si lo hubieran envuelto en una espesa capa de algodón de azúcar.


Las preguntas de la directora le rodaban encima como lluvia. Casi no era dueño ni de las respuestas que pronunciaba.


–¿Cómo conociste este centro?


–Por casualidad.


–¿Te lo recomendó algún conocido, algún familiar?


–No.


–¿Qué tipo de sustancias sueles consumir?


Silencio.


–Me refiero al tipo de drogas a las que recurres habitualmente –insistió la mujer.


Matías se frotaba los ojos. Su cabeza parecía a punto de estallar. No sabía qué contestar.


–Bien, ¿bebes alcohol?


–Ehm... Sí –respondió por fin como un autómata–. Mucho.


–¿Algún otro tipo de sustancia? ¿Cocaína?


–A veces.


–¿Pastillas? ¿Barbitúricos?


–Lo que pillo.


–De modo que... politoxicómano –dijo la mujer como para sí, anotándolo en la ficha.


–Supongo...


–¿Tienes familia?


–No. Ninguna.


–¿Recursos económicos?


–Tuve... tuve que dejar el trabajo... Hace tiempo.


–Ya –aceptó Aurora.


Matías no recordaba haber dicho tantas mentiras juntas en su vida. La habitación se le desdibujaba mientras luchaba por hacer funcionar su mente abotargada. Aurora lo debió ver tan mal que hasta le ofreció un vaso de agua. Buena señal. Continuó dedicándole palabras acogedoras y de aliento mientras le explicaba, no exenta de firmeza la advertencia, que se iba a exigir mucho de él. Que debía demostrar su determinación y su fuerza de voluntad para permanecer en el programa.
Pocos días después se veía compartiendo el aula-taller con una docena de alumnos, enfrascado en la tarea de aprender carpintería, ebanistería y restauración de muebles de segunda mano. No se explicaba cómo lo habían seleccionado de entre tanta gente que, supuestamente, había solicitado el curso. Enseguida trabó amistad con Andrés y, aparte de herramienta y terapia, comenzaron a compartir confidencias. Andrés le narraba su vida en la calle, cuando los barrios de la miseria eran el pan suyo de cada día. Allí revolvió en los despojos del estado del bienestar, en el oscuro vertedero de la vida, para poder mercadear sus cinco minutos de calma. Había perdido del todo a su familia porque llegó a amenazar con un cuchillo de cocina a su hermana pequeña para forzar a su madre a entregarle los restos de un capital que ya no poseía: se lo había ido arañando él mismo después de muchos asaltos y palizas. Le habló de cuando dormir o comer eran algo secundario, de cómo el caballo se convirtió en su primera y única necesidad vital, de cómo la descarga de gloria le protegía del frío y del hambre, del dolor de los golpes y hematomas, y del vacío infestado de agonía en que le sumía el suplicio de su ausencia.


Matías no tenía experiencias de adicción que relatarle. Para compensar, trataba de aparentarlas refiriéndose de forma difusa al callejón sin salida de su vida. Así, confiando en construir una metáfora creíble, le hablaba de la ausencia de esperanza, de los momentos en que el presente parecía derrumbarse y el futuro perder todo su significado. De cuando se veía incapaz de romper el círculo en el que se veía atrapado. Pero también de cómo la mejor decisión que había tomado en su vida fue la de atravesar aquella puerta con su cartel de nubes y arco iris. Y no pensaba desaprovechar esa oportunidad.


Ese mismo relato lo explotaba Matías tanto en las terapias como en las reuniones de control. A Andrés sus palabras le transmitían fuerzas renovadas, le hacían admirar su determinación. Para él y para los demás compañeros era un estímulo en los momentos en que la llamada del camino “fácil” subía de decibelios en forma de síndrome. Lo veían en el taller con su aspecto melancólico pero rebosante de ilusión, sin flaquear ni un instante, y querían ser como él, luchaban por resistir del mismo modo que, pensaban, él lo hacía.


Paco, que no tenía un pelo de tonto, se dio cuenta enseguida del grupúsculo que iba creciendo en torno a Matías. De alguna manera había transmitido un halo positivo a sus clases, y cada día, mientras les enseñaba a lijar, encolar y serrar, lo observaba. Matías ponía un enorme empeño en aprender y formarse lo mejor posible, y lo mejor de todo, lo contagiaba. Siempre echaba una mano en lo que podía a sus compañeros. Paco lo habló con Aurora y con Damián, que estaban muy pendientes de la nueva subvención. Al fin y al cabo había que ir discutiendo la lista de seleccionados para el futuro negocio que estudiaban abrir con los alumnos.

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