De madrugada Matías se levantó para ir al trabajo, y una idea
se le enredó en el cerebro sin que pudiera hacer nada por sacudírsela.
No podía seguir así. Sentía la necesidad de hacer una
locura. De acabar con todo. De no descargar ni una más de aquellas
cajas mugrientas que no le conducían a ninguna parte. Dejó de
pensar en lo que sería de su madre, dejó por fin toda su esperanza
en la basura; tal vez así por lo menos ella podría recogerla.
Salió a la calle como un animal herido de muerte, ávido, expectante.
Buscando. No sabía qué exactamente, pero necesitaba un cambio.
Necesitaba paz. Derivó sus pasos del camino habitual, se perdió
por callejas que nunca frecuentaba bajo las sombras que aún resistían
al albor, que despuntaba. Sus pasos eran de tarado, de enfermo, de desesperado.
Trastabillaba y perdía la noción del espacio, se adentraba más
y más en la distancia de las calles que garabateaba con sus pasos confusos.
La neblina pastosa que manaba de sus ojos no le dejaba reconocerlas.
De pronto, el callejón en el que se había aventurado murió
en la puerta de una especie de pabellón. Se detuvo y miró en
derredor para tratar de interpretar las manchas y colores que le llegaban
a través de su percepción deteriorada. Aquello era una especie
de polígono extraño y escasamente urbanizado. Frente a él,
lo que se había interpuesto en su camino era una especie de edificio
de hormigón de tres plantas, con una nave adosada que parecía
profunda, a cuyo costado había aparcada una furgoneta descuadernada
en la que prácticamente ocupaban más superficie los abollones
que la pintura.
No sin cierto esfuerzo, guiñando los ojos como un borracho, acertó
a leer:
“Centro de reinserción de toxicómanos AMANECER”.
Permaneció largo rato contemplando el cartel, como si le hiciera falta
asimilar la información. De pronto se dio cuenta de que otra persona
se había detenido junto a él. No sabía cuánto
tiempo llevaban allí los dos, mirando embelesados el colorido del arco
iris y del sol anaranjado que asomaba entre las nubes panzudas que adornaban
el cartel.
–Se hace duro entrar, ¿eh, colega? –dijo por fin el desconocido–.
Yo ayer he caído, tío, no he podido aguantar. Pero no se lo
cuentes a nadie. Espero que no me pillen. Si me vuelven a dar otro aviso,
me ponen de patitas en la calle.
–Es la primera vez que vengo –acertó a articular Matías.
–Ah, entonces eso es más duro todavía –sentenció
el otro–. Hay que tener mucho valor para dar el primer paso, ¿eh?
–Supongo.
–Oye, ¿entonces no conoces esto?
Matías negó con la cabeza.
El hombre se dedicó entonces a explicarle dónde estaba la recepción
de yonkis, “como suelo decir yo, ya sabes que no les gusta hablar así,
pero ¿qué otra cosa somos?”. Arriba estaban las oficinas,
y de vez en cuando venían doctores para hacerles los controles. El
matrimonio se encargaba de casi todo “ojo que controlan mucho la asistencia,
si tú no te esfuerzas hay diez como tú que quieren entrar”
y luego estaban los monitores y los voluntarios. En el pabellón prefabricado
de al lado era donde habían instalado los talleres “allí
nos ocupan en aprender cosas, ya sabes, si te tienen trabajando piensas menos
en lo que no tienes que pensar, y además así creen que nos ayudan
a buscarnos la vida después en algo honrado”. Matías le
escuchaba extasiado, recobrando a marchas forzadas la lucidez.
–¿Quieres decir que os enseñan oficios?
–Sí. Algunas cosas de las que se hacen o de las que se reparan
las mandan al rastro que tienen allí donde los cruces, pasada la nacional,
más cerca del centro. Así le sacan unas pelillas a esto. Creo
que dentro de poco van a empezar un curso de carpintería y eba... nosequé.
Somos un montón de gente apuntada, a ver a cuántos escogen al
final.
Matías dejó de mirar a su interlocutor para fijarse en el Centro,
adonde comenzaban a llegar personas como con cuentagotas, pero donde se veía
ya arrancar el bullicio de la actividad de cada mañana. La maraña
espinosa y embotada de su cerebro había dado paso a un resplandor que
cobraba intensidad, la forja inesperada de una idea. Se preguntaba si sería
capaz de llevarla adelante.