–¡Muévete Matías! ¡Está a punto de llegar otra partida!


Unos meses atrás, eso era lo que escuchaba Matías todos los días mientras descargaba cajas de la parte de atrás de un camión encarado contra un almacén. Su espalda comenzaba a resentirse. Al fin y al cabo estaba ya bien entrado en la cuarentena, y toda su vida había tenido que ir encadenando trabajos como aquel, en los que uno tiene que deslomarse para ganar cuatro míseros duros.


En verano a veces compartía esfuerzo con algún chavalito que decidía pasarse las vacaciones ganándose un dinero con el que ir tirando el curso siguiente. Matías no podía reprimir una sonrisa amarga cuando el típico universitario prepotente le preguntaba si pensaba pasarse allí metido toda la vida mientras aclaraba, muy dignamente, que para él, en cambio, sólo se trataba de algo provisional. Matías no contestaba, sólo meneaba la cabeza con cansancio. Ojalá a sus años tuviese alguna forma de romper el círculo y salir de aquella estación de la miseria. Si el chico le caía bien le aconsejaba que fuese perseverante en los estudios. Que no dejase de estudiar, como hizo él.


Cuando volvía del trabajo, Matías solía parar en un bar de viejos que le daba el toque colorista a los apagados bloques de su barrio. Claro que eso no se hacía demasiado evidente hasta que no se franqueaba la cortinilla de cuentas de plástico de la puerta y se descubrían los azulejos floreados, que debían haber presenciado por lo menos cuatro décadas, la colección de botellas polvorientas, atesoradas por sus colores y formas curiosas, y el ejército de llaveros que se mostraba orgullosamente pendiendo de un ribete de alcayatas clavadas en cada repisa. Había trabado cierta amistad con el camarero, un hombrecillo calvo y delgado con aspecto de jubilado que, mientras le servía el tinto, le solía dar conversación.


–Qué, ¿cómo ha ido el día?


–Deseando llegar a casa y tumbarme donde pille –resopló Matías.


El camarero se quedó parado con la botella apoyada sobre la barra, como sin tema, esperando. Matías aprovechó la circunstancia para liberarse de una parte de la carga que parecía no haber bajado todavía de su espalda.
–¿Qué pensaría usted si le digo que la vida no desemboca en ninguna parte? ¿Que, una vez que todo se atasca, no hay salida, ni forma de romper para buscar una? ¿Que todo será igual hoy que mañana, sin esperanza de ir a mejor, tal vez yendo a peor, incluso?


El anciano continuó inmóvil. Le costó un rato meditar una contestación.


–¿Tu madre está muy mal?


–Psché, como siempre. Cabreada con el mundo, pero lúcida –respondió Matías, cediendo a la conversación prosaica–. No baja la guardia ni un momento. Si al menos se le fuese del todo la cabeza, podría meterla en algún centro... Pero qué va, eso empeoraría las cosas. Ni con otro sueldo más como el mío podría llegar a pagarlo.


–¿Ella de qué vive ahora? ¿Tiene alguna pensión?


–Eso piensa ella. Cree que lo que le ingresan todos los meses en la cartilla es de la pensión de viudedad. Pero mi padre no cotizó ni un solo día de su vida a la seguridad social, salía adelante con chapucillas, con trapicheos. De todas formas, no creo ni que estuvieran casados como es debido. Soy yo el que le ingreso el dinero. Lo que puedo, que no está el horno para bollos. Con pagarle mi habitación a la patrona y vivir más o menos, no me queda mucho.


–¿Y entonces, por qué la ha tomado contigo? ¿Por qué no le dices que eres tú el que la mantiene? –preguntó el viejo, sirviendo el segundo vaso.


–No serviría de nada intentar hablar con ella, hace tiempo que lo dejé por imposible. Siempre me ha tenido cruzado, aunque nunca supe bien por qué. Pero ahora creo que se le ha ido la cabeza del todo. ¿Sabe qué le ha dado por hacer últimamente? Se dedica a guardar bolsas de basura dentro de su casa. No las suyas, no. Las recoge de la calle. Eso me han contado las vecinas, dicen que hay veces que no se puede soportar el olor en la escalera. Una de ellas me dijo que eso tiene un nombre, síndrome de nosequé. Es como si ella pensase que está guardando un tesoro con cada porquería que recoge.


–Vamos, que la cosa pinta mal.


–Ciertamente. Y no le veo salida, amigo, lo del trabajo cada día está más complicado, y no sé cuánto tiempo podré aguantar como estoy. Pero tampoco tengo otra opción. Eso es lo que le decía. Que cada día amanece un poquito peor que el anterior, y la esperanza de encontrar algo que nos saque del hoyo es cada vez más absurda. No se puede salir de la nada cuando no se tiene nada. Así de claro.


El camarero le dio una palmada en el hombro llena de lástima cuando se levantaba para marcharse, pero le cobró religiosamente los dos vinos.


De camino a la pensión de mala muerte en la que vivía se tropezó tirado en la calle uno de esos panfletos que anuncian cursillos por correspondencia, en el que ofrecían un futuro laboral espléndido gracias a la calidad de sus cursos, que proporcionaban una excelente formación en gran cantidad de profesiones diferentes. Se le ocurrió llamar para informarse desde una cabina, al fin y al cabo era un número gratuito. Pero cuando la operadora empezó a explicarle la cuestión de las tarifas, colgó sin siquiera dar las buenas tardes. “Tal vez si me pudiera tatuar en la frente el logotipo de una marca patrocinadora que me costease los estudios...”, bromeó amargamente consigo mismo, cerrando la cabina de un portazo.
No se puede salir de la nada cuando no se tiene nada.

Así de claro.

 

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