–Mati, dame una calada.
Matías le pasó a Andrés el cigarro que acababa de encender
pese a que sabía de sobra que a Paco no le gustaba verlos fumar en
el taller. Y no era una manía absurda, ni mucho menos. A Goritz le
había fallado el pulso una vez y la brasa había estropeado el
trabajo de horas sobre un mueble-escritorio. Por no hablar de que a punto
estuvo de prender sobre el montón de serrín que había
junto a él, en el suelo. A Goritz era relativamente frecuente que le
fallara el pulso, pero en realidad tampoco era algo tan extraño para
el resto de los alumnos, y la idea de una pavesa cayendo sobre la viruta,
el barniz, o cualquier otro inflamable, daba escalofríos. En un momento
estaba liada la de San Quintín.
A pesar de todo, Paco hacía con él la vista gorda. Lo tenía
por un tío responsable. Y los pitillos de media mañana sabían
a gloria.
En el taller había cierta algarabía propia de la proximidad
del final de curso. Las tareas se alargaban más de lo habitual, por
doquier se amontonaban trabajos a medio terminar, y la excitación,
aunque sin saber muy bien por qué, era creciente. Paco entró
en ese momento y, con un severo levantamiento de cejas, le hizo un gesto a
Andrés para que saliera a apagar el cigarro a la entrada el aula.
–Aurora ha hablado con algunas personas en el Ayuntamiento –comenzó
sin esperar a que Andrés volviera–. Ya sabéis que siempre
hay que estar detrás de esa gente para conseguir que no se olviden
de las subvenciones del centro. Bien, el caso es que es posible que esta vez
nos compensen por todos los atrasos y largas que nos han estado dando últimamente.
Andrés le dio a Matías un codazo al sentarse, dedicándole
una mueca de expectación. Paco continuó tras la pausa dramática
de rigor, de ésas que tanto se le escapaban.
–Como uno de nuestros principales objetivos es vuestra reinserción,
el Concejal se ha interesado especialmente por las actividades que hacemos
aquí, en el taller. Así que es posible que consigan homologar
este curso para que al final podáis tener un título oficial
que os valga para trabajar.
Paco se atusó las ralas canas del flequillo mientras dejaba propagarse
el murmullo de admiración.
–Pero eso no es todo –anunció, y con su sonrisa de medio
lado parecieron tallarse aún más profundamente las arrugas que
enmarcaban su mirada astuta–. Nos han prometido fondos suficientes para
abrir un pequeño negocio de carpintería que, para empezar, pondríamos
en funcionamiento con nuestros alumnos más aventajados.
El murmullo de aceptación subió de nivel hasta convertirse en
una exclamación de entusiasmo.
–Ya lo sabéis. Así que tenéis todavía unos
días para aplicaros –concluyó Paco abandonando de nuevo
la sala
.
Marina se acercó al grupo formado por Matías y Andrés
con la mirada resplandeciente. Al verla sonreír, su cara parecía
aún más demacrada, y sus ojos daban la impresión de ocupar
todavía más espacio en el conjunto.
–Tíos, ¿habéis oído? ¡Van a darnos
trabajo a todos!
–Eh, eh, tampoco te emociones, que no ha dicho eso –corrigió
Andrés–. Ha dicho los más aventajados, o sea, que cogerán
a los mejores.
–Bueno, pero al menos tendremos un título y un oficio. Eso es
casi como si nos cogieran a todos –intervino Matías.
A Matías sus compañeros le tenían un respeto casi reverencial,
así que asintieron con gravedad, considerando muy en serio sus palabras.
–Quién me lo iba a decir a mí hace unos meses –añadió.
–Eso es verdad, tío –corroboró Andrés–.
Yo hace un año todavía estaba tirado en la calle, y ahora ya
ves –dijo irguiéndose y haciendo el gesto de mostrar su planta
de arriba a abajo. Llevaba un jersey lleno de bolas, con varios agujeros hechos
por chinazos de tabaco, y unos vaqueros gastados. Estaba algo flaco, y no
se le podía considerar el súmmum de la elegancia. Pero Matías
sintió automáticamente una especie de orgullo sincero por él.
La verdad es que había trabajado duro.
–De todas maneras, seguro que Mati estará entre los que cojan
–aseguró Marina–. Él nos ha dado ejemplo a todos.
Seguro que sin él yo no habría aguantado tanto tiempo fuera
de la calle.
Matías aceptó sin replicar el halago de Marina y las subsiguientes
palmadas en la espalda que le propinó Andrés. Sin embargo bajó
la cabeza y frunció el ceño interiormente. Él sabía
que ellos habían luchado infinitamente más duro que él.
Pero no podía decir nada.